Reflexiones sobre el paro de octubre 2019 en Ecuador

 

Ante la revuelta social, Estado de excepción. Reflexiones sobre el paro de octubre 2019 en Ecuador

Carmen Gómez Martín


Ante la revuelta social, Estado de excepción. Esta fórmula se ha aplicado repetidamente en numerosos lugares del mundo durante todo el año 2019, y de forma particularmente evidente en países de América Latina, como Ecuador, Chile, Bolivia y Colombia. Evidentemente, estos cuatro casos no pueden analizarse desde un mismo prisma por las propias particularidades históricas de cada país y sus conformaciones político-nacionales, lo que ha hecho que las protestas sociales deriven en procesos políticos distintos. No obstante, considero que todos estos ejemplos comparten una problemática de base: la ofensiva orquestada desde gobiernos y sectores conservadores en América Latina por mantener, profundizar o reinstaurar el modelo económico neoliberal. En algunos países el modelo bien consolidado (Chile, Colombia) reaccionó con ferocidad a la amenaza de cambio o su puesta en cuestión por las protestas sociales. En otros, el modelo buscó restablecer su statu quo (Ecuador, Bolivia), al haber sido sustituido durante poco más de una década por un modelo capitalista de corte neo-desarrollista —el llamado Socialismo del Siglo XXI— que, si bien tuvo cierto éxito en cuanto a la disminución de los desequilibrios sociales, a través de la redistribución de las rentas y la mejora de la cobertura social, no consiguió sacar de la situación de dependencia económica a estos países.




En un contexto radical de neoliberalización de la región, el recurso generalizado a la excepcionalidad, es decir, a la suspensión bajo nuevo aviso de las garantías constitucionales con el fin de aplicar por la fuerza medidas de empobrecimiento masivas, ha tenido y sigue teniendo profundos efectos en estas sociedades. 

Algunos de estos efectos están ligados al amedrentamiento social que provoca la criminalización de la protesta a través de la represión policial y la persecución judicial de los participantes, afectando de forma directa a la credibilidad de sus sistemas democráticos; pero, sobre todo, materializa de forma preocupante una serie de fracturas sociales (en realidad nunca cerradas), que se expresan, como señalaré más adelante, en términos étnico-raciales y de clase.




En el caso de Ecuador, el paro de octubre dejó al desnudo la fragilidad del gobierno de Lenín Moreno, más preocupado por distanciarse del anterior mandatario, Rafael Correa (2007-2017), y los casos de corrupción que salpicaron su gobierno, que por elaborar políticas que atenuaran los graves problemas económicos que ya asfixiaban al país en 2016. Esa fragilidad también se manifiesta en la falta de creatividad a la hora de afrontar la crisis económica, pues el camino adoptado fue volver a la fórmula que tanto daño hizo en las décadas de los ochenta y noventa, es decir, la contracción del Estado, la precarización del mercado laboral, la condonación de deudas a grandes empresas y, por supuesto, el recurso inmediato al crédito internacional. En este sentido, la crisis económica ecuatoriana que estalla en 2016, y que es achacable, en parte, a desacertadas decisiones económicas del gobierno anterior, muestra, sin embargo, en términos más generales, la imposibilidad de países como Ecuador, dominados por modelos primer-exportadores, de romper con la posición de dependencia y hacerse con las riendas de su propio destino.



Con todo esto quiero dejar asentado que el análisis que aquí se hace del paro de octubre de 2019 no puede leerse desde la coyuntura. Es la expresión de un problema histórico-estructural que va mucho más allá de la aprobación del Decreto Presidencial 883 y su famosa alza en los precios de los carburantes. Quiero señalar igualmente que el presente texto no pretende desarrollar una cronología exhaustiva de los hechos, pues ya existen numerosos escritos que dieron cuenta durante y después del paro de su evolución y de la escalada de violencia sin precedentes que se produjo en sus 11 días de desarrollo. La idea es centrarme en varios elementos que permitan complejizar lo ocurrido por fuera de las discusiones poco productivas que siguen dándose del correísmo vs anticorreísmo, atendiendo a los espacios físicos y simbólicos de la lucha, los actores que participaron, y los discursos que permitieron desde el gobierno y medios de comunicación oficiales asentar el Estado de excepción como respuesta para frenar el descontento social. Desde estos elementos, podemos comprender que las heridas que se infringieron sobre el orden democrático, por aquel entonces, no se cerraron, permitiendo extender a posteriori la persecución política y judicial de actores vinculados a las protestas, y profundizar en las actitudes racistas y xenofóbicas que han fragmentado desde entonces el país.





Desde 2017 y teniendo como telón de fondo la grave crisis económica, el nuevo gobierno ecuatoriano elegido en mayo de ese año se impuso como objetivo reducir el asfixiante déficit fiscal, centralizando las medidas, como ya es costumbre en estos casos, en la reducción de la inversión estatal en educación, sanidad y políticas sociales, así como en los trabajadores del sector público, por medio del anuncio de despidos masivos y bajadas de sueldos. Estas primeras medidas, que son adoptadas sin casi resistencia social, allanan el camino para la reintroducción del Fondo Monetario Internacional en Ecuador, y el anuncio en marzo de 2019 de la recepción de un crédito de 4.200 millones de dólares, que formaba parte de un préstamo superior a los 10.000 millones, a cambio de ajustar la economía a las propuestas de dicho organismo internacional. La primera de estas fases se materializa en el llamado “paquetazo” que es aprobado sin mediación del Poder Legislativo, a través del decreto presidencial 883, del 2 de octubre de 2019.



El carácter unilateral de la medida adoptada provoca que desde el día siguiente se sucedan en varios puntos del país manifestaciones y cortes de carretera simultáneos que desatan numerosos enfrentamientos con la policía y dan lugar a varios cientos de detenidos. Desde el 4 de octubre, y debido a la virulencia de las manifestaciones, se decreta Estado de excepción de 60 días y toque de queda parcial desde las 8 de la noche hasta las 5 de la mañana, tanto en la capital como en varias provincias. En los primeros días son más visibles dentro de Quito los trabajadores del sector del transporte, sindicatos y estudiantes, pero durante el fin de semana del 5-6 de octubre, el paro toma dimensiones mucho más amplias. Después de una negociación entre el gobierno y el sector del transporte, que termina desmovilizando a este último, es el movimiento indígena —como ya ocurriera desde los años 908— el que toma la batuta de las protestas, declarando Estado de excepción en sus propios territorios y activando a numerosos contingentes de la Sierra, y posteriormente de la Amazonía, en unas marchas masivas que llegan a la capital el 7 y el 8 de octubre.



En este punto hay que hacer un inciso para señalar que, si bien los indígenas asumieron ser cabeza de la lucha social, se vieron acompañados en Quito por una parte de las clases medias profesionales, estudiantes, sindicatos de trabajadores, movimientos ecologistas y feministas, y medios de comunicación alternativos y comunitarios, los cuales desarrollaron una estrategia de acogida dentro de la ciudad en la que varias universidades jugaron un papel destacado.

Además, dentro de este grupo hay que visibilizar y darle notoriedad
—algo que se oculta sistemáticamente en la mayoría de los relatos sobre el levantamiento— a las clases urbano-populares de los barrios del sur y del norte de Quito, insertas en el entredós de lo rural y lo urbano, de la discriminación y el racismo arraigados en su origen campesino y/o indígena, del desarraigo de la migración interna reforzado en la exclusión cotidiana y las formas de segregación. Esta población jugó un papel relevante en el recrudecimiento y desborde de las protestas, particularmente durante el 11 y el 12 de octubre. Sorprendentemente, su participación no generó una reflexión a profundidad, pues más allá de lo que pudiera afectarles el alza de los carburantes, la rabia sin contención de las que hicieron muestra señalaba la necesidad imperiosa de reivindicar su existencia dentro de la ciudad, la plasmación de profundas fracturas de clase en lo urbano, marcadas por diferentes formas de discriminación en el acceso a servicios básicos, a los recursos estatales, a la movilidad, y su invisibilización por parte de las clases medias y altas de la ciudad.





Todos estos actores fueron protagonistas de la tensión en escalada, como demostró el aumento exponencial de muertos, heridos y detenidos entre el lunes 8 y el domingo 13 de octubre. Varios reportes de la Defensoría del Pueblo ecuatoriana, de organizaciones de derechos humanos del país, así como de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y de las Naciones Unidas destacaron la desmesura en las actuaciones de los antimotines frente a los manifestantes: uso excesivo de material antidisturbios y violación de los protocolos de seguridad (lanzamiento de bombas lacrimógenas y balas de perdigones a escasos metros, muchas veces directos a cabeza y cuerpo); irrespeto a la labor de las unidades médicas e incluso persecuciones y ataques en zonas hospitalarias; represión y hostigamientos contra periodistas y medios de comunicación no oficiales; ataques graves e indiscriminados en concentraciones pacíficas —como el que tuvo lugar frente a la Asamblea Nacional el 11 de octubre9— y arremetidas con gases lacrimógenos que se dieron en diversas ocasiones, al caer la noche, en las sedes de las universidades que acogían a parte de la población indígena, y que se habían declarado como lugares de protección humanitaria y de paz.



Junto a estas actuaciones policiales se sumaron, desde el otro lado, saqueos de grupos incontrolados en distintas partes de la ciudad, amedrentamientos en barrios residenciales, ataques a periodistas y medios oficiales, retención de militares y policías, y destrozos y robos a edificios públicos, como el que tuvo lugar en dos ocasiones en las instalaciones de la Contraloría General del Estado, muy cercana al epicentro de las manifestaciones. Este último suceso tuvo particular relevancia, pues permitió al gobierno reforzar su relato en torno a la existencia de grupos subversivos —a los que relacionaba con el “castrochavismo” y su alianza con el correísmo— que buscaban desestabilizar el país y dar un golpe de Estado. A pesar de que nunca se pudo demostrar la relación entre los numerosos detenidos y la existencia de un plan organizado para destituir por la fuerza al gobierno, dicho discurso fue acogido como verdad incuestionable por parte de las clases medias y altas de Quito y Guayaquil, lo que permitió legitimar las persecuciones políticas y judiciales durante el paro y posteriormente.





Del mismo modo, es preciso señalar que, si bien la ocupación de la capital centralizó todas las miradas, como estrategia para minimizar el impacto de la revuelta indígena y popular, la movilización en toda la zona de la Sierra Central, en las provincias de la Amazonía con la toma de numerosos pozos petroleros, y en la capital económica del Ecuador, Guayaquil, en la zona costera, fue un hecho incontestable. Es más, la extensión de las protestas fue un desafío para el gobierno, pues buscó en todo momento aislar mediáticamente los diferentes focos, minimizar su impacto, y reducirlos a un solo espacio para dar la sensación de control y de marginalidad de los sectores participantes.



Otra cuestión que marcó las protestas desde el mismo lunes 7 de octubre fue la decisión del gabinete de Lenín Moreno de trasladar la sede del gobierno a Guayaquil, lo que generó la sensación de que la dimisión del mandatario era más que posible. La estrategia tuvo sin embargo buenos resultados para el gobierno, pues en realidad generó mucho desconcierto entre la población que secundaba las protestas, no solo por el miedo a que se produjera una toma de control de la ciudad —y quizás del país— por los militares, sino porque el espacio tradicional de las luchas político-sociales en Ecuador, el centro histórico de la ciudad, quedó dolorosamente desconectado de su simbolismo político, es decir, se convirtió en un espacio vacío, custodiado por barricadas, alambradas y militares, pero sin representantes del poder político a los cuales rendir cuentas. Este hecho desorientó, en algunas ocasiones, hacia dónde dirigir las marchas y los objetivos de las mismas.





El hecho espacial merece, en este sentido, un análisis más detenido. El mapa que muestro a continuación puede darnos una idea más clara de cómo se configuró dicha espacialidad. Una parte del sector centro de la ciudad, marcado en verde, se volvió el lugar contenedor del grueso de las manifestaciones, de las asambleas populares, de las solidaridades, del descanso, de las confrontaciones, de la batalla campal. Sin embargo, contrariamente a las movilizaciones indígenas de los años noventa y principios de los 2000, este sector aparece ahora estratégicamente compartimentado en dos escenarios: uno fuertemente enclaustrado y custodiado por la policía, comprendiendo todo el casco histórico (en azul en el mapa), hasta la Asamblea Nacional, que hizo de barrera y lugar de choque, y otro, un espacio reducido y periférico (marcado en negro), en el que se vieron confinados los manifestantes, y que comprendía el conocido parque del Arbolito (tradicional lugar de repliegue y descanso en otros levantamientos), la Casa de la Cultura, y la zona de las Universidades, ubicadas en los barrios aledaños al parque.




En cuanto a este tema espacial, se dieron situaciones de cierto surrealismo, pues la hiper-concentración de todo lo que ocurría en las protestas en un solo punto (con excepción de los cortes de vías en los accesos a Quito, y algunos focos de tensión en barrios del norte y del sur) permitió que, en buena parte del centro-norte, norte y sur de la ciudad, la vida continuara con cierta normalidad. Es decir, más allá de que se oían las detonaciones, se veían columnas de humo desde diferentes emplazamientos, y había un fuerte olor a gases lacrimógenos, el tránsito de coches seguía siendo regular en la mayor parte de la ciudad hasta el toque de queda, gran parte de los comercios estaban abiertos, así como las administraciones públicas. 




Es el sábado 12 de octubre que la situación se desborda por completo, extendiéndose la revuelta a numerosas zonas de la ciudad, particularmente a los barrios populares del sur y del norte, a las vías de acceso a la capital y a la zona de los valles, en donde los enfrentamientos se produjeron en muchos casos entre población de sectores populares y el Ejército.

Ese día, mientras el parque del Arbolito, epicentro de las protestas, se veía envuelto desde temprano en una batalla campal, una gigantesca marcha convocada por mujeres indígenas y colectivos feministas llevaba la protesta hasta las calles del centro-norte de la ciudad y era testigo, al mismo tiempo, de la llegada de miles de personas a pie o en todo tipo de vehículos procedentes de los barrios del norte, cargados con precarios escudos, palos, piedras y llantas, hacia la zona de los enfrentamientos.





Con una ciudad desbordada y una revuelta popular en ciernes, el gobierno anunció desde su refugio en Guayaquil toque de queda a las 3 de la tarde. La controvertida medida y la violencia recrudecida que le sucedió producirían aquella noche una de las escenas más poderosas que se vivieron aquellos días, un gigantesco cacerolazo en el que participaron miles de personas desde los balcones de sus casas durante más de una hora, y que podría haber influenciado la aceptación de las negociaciones televisadas que se llevaron a cabo entre el gobierno y la dirigencia indígena, bajo el auspicio de Naciones Unidas, en la tarde-noche del domingo 13 de octubre.





Aquella noche, a pesar del resultado positivo de las negociaciones —derogación del decreto, final del Estado de excepción, y anuncio del levantamiento de una mesa de diálogo nacional— quedó en el aire una sensación ambivalente y de sospecha sobre cuál sería el escenario post-paro y los efectos sociales a largo plazo. No sorprendió que la derogación del decreto no cambiaría el compromiso del gobierno con el FMI, como hizo saber pocos días después. Además, la preocupación residía en aquel momento en cómo actuaría el gobierno frente a la búsqueda de culpables, qué pasaría con las varias centenas de detenidos, muchos de ellos dirigentes y jóvenes indígenas, estudiantes universitarios y jóvenes de barrios populares. En definitiva, cómo el gobierno trataría de frenar posibles movilizaciones a futuro, amparándose en la amenaza latente del recurso a la excepcionalidad.




En este sentido, con respecto a los actores no indígenas, desde el mismo final del paro, asistimos a una forma de represión de mediana intensidad, que se presentó al inicio de forma visible y mediatizada con respecto a actores políticos conocidos del correísmo, a los cuales se les suponía artífices o facilitadores del caos.

Posteriormente, fue derivando hacia otros actores: cabezas visibles de movimientos sociales, medios de comunicación alternativos, y finalmente, de forma ya no mediatizada, a participantes anónimos de las manifestaciones con perfiles poco influyentes a nivel público, muchos de ellos jóvenes universitarios que sufrieron allanamientos de sus viviendas y citaciones judiciales.

Por otra parte, en cuanto al movimiento indígena, la mesa de negociaciones del 13 de octubre hizo patente la existencia de una dirigencia bien posicionada, que se constituía ante los ojos del país y gracias a la atención mediática, como candidato político sólido. Esta constatación marcaría los movimientos posteriores del gobierno en un triple sentido: reduciendo la acción de los dirigentes a manipulaciones externas, fundamentalmente desde el campo correísta; minusvalorando sus propuestas y capacidades políticas por medio de discursos racistas; y criminalizando sus formas de participación a través de citaciones de la fiscalía.





Hay que señalar que el campo mediático jugó también un papel destacado en la legitimación del Estado de excepción y en la construcción del relato gubernamental durante y después del paro. Lo hizo no solo con respecto a los elementos externos e internos que en suposición estaban propiciando la desestabilización del país, sino también desde el alarmismo y el racismo, al fomentar el rechazo de amplios sectores sociales a la presencia de la población indígena en la ciudad. A ésta se le acusó desde los medios oficiales y redes sociales de sembrar el caos, ensuciar y destruir los espacios públicos, comportarse irresponsablemente y generar violencia. Pero en verdad, lo que se le reprochaba era haber puesto en cuestión el orden “natural” de las cosas, es decir, romper con la idea fuertemente instituida en los últimos años en Ecuador de la “blanquitud de la ciudad” frente al espacio por excelencia de lo indígena, el campo. Recordar aquí las palabras del ex alcalde de Guayaquil, Jaime Nebot, recomendando que “los indígenas se quedaran en el páramo”, o las amenazas de Cintia Viteri, la actual alcaldesa de Guayaquil, refiriéndose a supuestas “hordas de indios” que iban a ingresar a la ciudad: “nosotros sabremos defender nuestra casa”. (ADIVINEN QUIEN REPITE NUEVAMENTE ESTAS PALABRAS)




El racismo institucional y social ha sido uno de los grandes vencedores de las revueltas, como lo confirma su solidificación en diversas expresiones sociales y mediáticas posteriores. Además, junto a él, los sucesos del paro permitieron apuntalar la creciente xenofobia que atraviesa el país. Esto se reflejó en el discurso gubernamental y de los medios de comunicación oficiales, que incidieron en la existencia de un elemento externo instigador de las protestas, y que encontró eco fácil en aquella población que estaba en contra del paro, la cual hizo conexión directa entre el complot externo y la numerosa presencia de migrantes venezolanos, también de cubanos y colombianos. Pero estos discursos también permearon el otro lado, pues no pocos manifestantes interpretaron que los actos vandálicos que se estaban dando en la ciudad tenían a los migrantes venezolanos como protagonistas. Esta sensación de sospecha y rechazo ha seguido creciendo desde entonces y ha dado lugar a múltiples expresiones de violencia contra esta población en su conjunto.





En definitiva, el Estado de excepción no solo permitió imponer una medida por la fuerza, aunque luego fuera derogada, sin contar con la opinión del Poder Legislativo y en contra de los intereses de gran parte de la ciudadanía, sino que implantó de forma más permanente la criminalización y la deslegitimación de la protesta social en un país con una fuerte tradición de luchas indígenas y populares, y en donde nunca se habían puesto en duda como formas de expresión del malestar social.





El paro se vio condicionado así por el Estado de excepción y el uso particular que se hizo del mismo. Instauró una forma de hacer política parapetada en el recurso a las medidas excepcionales, o la amenaza de las mismas; al miedo a repetir el mismo escenario que ha quedado marcado en el subconsciente colectivo de los ecuatorianos por su violencia sin precedentes con respecto a momentos de lucha anteriores. Es decir, en la práctica, se ha ido produciendo una normalización de este recurso, se gobierna desde entonces en una excepcionalidad perpetua sin que haya ni siquiera necesidad de declararla, mientras se intenta neutralizar la alteridad y la amenaza al statu quo que representa la población indígena y migrante, ambas transformadas en anomalías.






Publicar un comentario

0 Comentarios